Al despertarse, Ana ya sintió que la oscuridad la rodeaba antes de abrir sus ojos. Respiró profundamente aún con los ojos cerrados, necesitaba ubicarse en tiempo y espacio, su cabeza latía y se sentía abrumada, con esa presión en el pecho que no la dejaba respirar libremente hace días ya. «Demasiados», pensó. Sentía su cuerpo pesado, entumecido, pegado al sillón como si estuviera siendo atraído cual metal por un imán gigante. Continuó respirando unos instantes más, intentando centrarse, encontrarse.
Al abrir los ojos, confirmó que ya era de noche. Había parado de nevar, y la intensa lluvia que vino después también se había ido. Oscuridad y silencio. Se quedó en su posición y se empezó a mover estirándose de a poco, despacio y pensando sus movimientos, gimiendo por la sensación de elongar su oxidado cuerpo a pesar de sus jóvenes 40 años. El sillón no era incómodo no, pero su cuerpo no estaba pasando su mejor momento, los dolores, más puntualmente en espalda y caderas, la acompañaban hace poco más de un año ya. Hacía unos meses, luego de muchos estudios, consultas e interconsultas, le habían diagnosticado una especie de artritis, «espondilo artropatía seronegativa», le había escrito la doctora en un pedazo de papel, «como si eso explicara mucho», al menos ya tenía un nombre para uno de los causantes de su dolor físico.
Ya sentada y todavía medio dormida, extendió su mano para agarrar el teléfono y ver qué hora era, 19:00, «Recién», pensó, como queriendo que el tiempo pasara rápido. «Demasiado temprano para dormirme de nuevo y demasiado tarde para salir de casa aunque sea a dar una vuelta con la claridad del día», se dijo hacia adentro. Sus hijos estaban con sus respectivos padres hoy, eso le había permitido tener la mitad de la tarde libre, cosa que generalmente aprovechaba para descansar, limpiar, ordenar, alimentar a las mascotas, descansar. Monotonía.
Más adentro, había otro dolor que atravesaba Ana, que tampoco había compartido con casi nadie. Uno que la atravesaba literalmente en cuerpo y alma, un desamor, que la dejó con el corazón roto, un amor imposible, un amor complicado, intenso, profundo, breve y a la vez infinito: un gran amor.
Finalmente, decidió hacerse un café y leer un rato, y capaz, «por qué no», escribir. Dentro de su introspección, su soledad, lo que buscaba era enfrentarse a esos miedos que la acompañaban, y que había decidido afrontar sola.
Ana era valiente, aunque casi siempre le tomaba tiempo procesar los problemas, asumirlos, digerirlos. Había descubierto que el miedo la paralizaba, volviéndose complaciente, pasiva, una protagonista principal con un rol de simple observador. Se sentó nuevamente en el sillón, taza humeante en mano, inhaló profundamente el aroma, sintió el calor que emanaba, y se dispuso a leer aquel libro que su hermano le había enviado hacía poco, preocupado por su bienestar mental y emocional.
Ana estaba aprendiendo, que si bien las tormentas se viven por dentro y son personales, propias, y muchas veces juzgadas e incomprendidas por los espectadores, era importante apoyarse en los afectos, en la familia y en las amistades. Estaba procesando, que si bien tenía que afrontar sus temores y batallar con ellos, quizás en realidad lo que debía hacer era amigarse con ella, para poder liberarlos y finalmente poder empezar a fluir.
El libro trataba justamente sobre las emociones, “Conceptos y herramientas terapéuticas de salud mental”, y el capítulo de hoy se titulaba, paradójicamente, El miedo y la ansiedad. Curioso. La primer emoción del taller de escritura en el que se había anotado trataba el mismo tema: El miedo.
Señales? Indicios? Casualidades? No, Ana no creía en las casualidades. Era el momento, café de por medio, de enfrentarse con todo ese intenso bagaje. De empezar a desenmarañar esa madeja de temores y dolores, de recuerdos y secuencias que la acompañaban en silencio, pero latentes, de ponerlos arriba de la mesa, de ponerles nombre, de elegir, de empezar a ver con claridad, de soltarlos y de empezar a despedirse. Esto no iba a ser una tarea sencilla ni breve, ni iba a alcanzar con un solo diálogo, o café, pero si había algo de lo que Ana sí tenía certeza, era de que estaba iniciando un cambio, se estaba reencontrando con ella, empezaba a descubrir lo que quería y se permitía decretar lo que ya no quería más, estaba fortaleciendo raíces, para poder, de a poco, renacer. Porque peor que convivir con su más pérfido enemigo, era convivir con la traidora indiferencia.